Enero de 2012. Noviembre de 2012. Agosto de 2013. De diez en diez. Y una vez más aquí, rodeada de dolor, tristeza y lágrimas. Aguantar ese maldito nudo en la garganta un millar de veces, hasta que no puedes más. Y lloras. Sabes que el llanto no calmará el dolor, pero aún así, lloras. Lloras de tristeza, de dolor, de amargura, de pena, de desesperación, de ansiedad, de nerviosismo, de agotamiento... Sabes que llorando solo conseguirás ponerte peor tú y a los que te rodean, sin embargo lloras. Lloras hasta el punto de no saber por qué lloras, si es por la persona a la que has perdido o por ver mal a tus seres queridos. Lloras para desahogarte quizás. Tus fuerzas flaquean y te faltan las ganas, pero tienes que hacer un esfuerzo más, si no lo haces por ti, lo haces por ellos. Un mal rato más. Cierras los ojos y visualizas su rostro. Piernas temblorosas, voz quebradiza. Estás dentro de una pesadilla de la que no consigues escapar. Cómo puede cambiar tu vida en apenas unos minutos...
Misteriosamente todo el mundo te dice lo mismo cuando alguien de tu entorno fallece. Y para colmo no se molestan en cambiar ni una sola palabra. Pocos te preguntan cómo estás, y la mayoría lo hace por quedar bien, no porque realmente le importes. Abrazas a alguien a quien quieres más de lo que pensabas por primera vez. Necesitabas ese abrazo, necesitabas sentir que todo iba a estar bien. Te secas las lágrimas por millonésima vez ese día, te dibujas una sonrisa y sigues tu camino.
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